«Arístides de Sousa Mendes era un hombre triste y solemne, sí. Pero como yo lo apreciaba mucho, creo haber sido el único de todos los que lo conocieron capaz de discernir un curioso sentido del humor en las cosas que hacía y decía. Su modestia era genuina y su paciencia con los rigores de su precaria y aburrida vida, infinita. No me sorprende en absoluto que sucumbiera a los encantos de mademoiselle Cibial aunque ello acabara acarreándole grandes quebraderos de cabeza.
Como amigo, por otra parte, el aspecto para mí más simpático de su personalidad era su modo irreverente y poco respectuoso con la autoridad. En gran medida, este carácter indisciplinado (más fruto del desorden que de otra cosa) le honraba, aunque por desgracia llegó a arruinarle la vida. Sus enemigos en el ministerio de Lisboa lo tenían en el punto de mira y se abalanzaban sobre él a la menor infracción reglamentaria: un pequeño viaje sin permiso, una demora en la rendición de cuentas consulares, un informe requerido y nunca enviado, mínimas estupideces que Arístides despreciaba con razón (aunque sin tener conciencia de lo que arriesgaba con el desafío) pero que iban cavándole una tumba administrativa cierta.»
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