A las tres y media, la torre de control y las de vigilancia habían sido ocupadas. El comunista alemán Hans Eiden, uno de los decanos de Buchenwald, podía dirigirse a los detenidos por medio de los altavoces del campo.
Más tarde, nos lanzamos sobre Weimar, armados. Noche cerrada, los blindados de Patton nos alcanzaban por la carretera. Sus tripulantes descubrían, pasmados en un primer momento, regocijados tras nuestras explicaciones, esas bandas armadas, esos extraños soldados harapientos. En la colina del Ettersberg se intercambiaban palabras de agradecimiento en todas las lenguas de la vieja Europa.
Niguno de nosotros, jamás, se habría atrevido a soñar algo así. Niguno había estado lo suficientemente vivo como para soñar incluso, para arriesgarse a imaginar un porvenir. Bajo la nieve, en formaciones de pasar lista, en rigurosa fila, a miles, para presenciar la ejecución en la horca de un compañero, niguno de nosotros se habría atrevido a soñar algo así hasta el final: una noche, armados, lanzados sobre Weimar.
Sobrevivir, sencillamente, incluso despojado, mermado, deshecho, ya habría constituido un sueño un poco disparatado.
Nadie se habría atrevido a soñar eso, es verdad. No obstante, de repente era como un sueño: era verdad.»