
«Como el Manifiesto seguía inconcluso, el político y el poeta discutieron mucho sobre los efectos del estalinismo en la creación artística dentro y fuera de la URSS. Liev Davídovich le recordó cuánto desprecio le provocaban los aduladores de Stalin, especialmente autores como Rolland, o como Malraux, a quien tanto había celebrado cuando leyó su primera novela y que ahora se había convertido en el representante típico de esos escritores que vivían en París, Londres y Nueva York y firmaban declaraciones de apoyo a Stalin sin tener una idea (más bien sin querer tenerla) de lo que de verdad ocurría en la URSS. A cada uno de ellos, tan convencidos de las bondades del régimen, Liev Davídovich les haría una prueba: los pondría a vivir con su familia en un departamento de seis metros cuadrados, sin auto, con mala calefacción, obligados a trabajar diez horas por día para vencer en una emulación que no conducía a nada, ganando unos pocos rublos devaluados, comiendo y vistiéndose con lo que les asignasen por la cartilla de racionamento y sin la menor posibilidad no ya de viajar al extranjero, sino de levantar la voz. Si al cabo de un año todavía defendían el proyecto y esgrimían grandes principios folosóficos, entonces los encerraría otro año en una colonia penitenciaria de las que Gorki había considerado fábricas de hombres nuevos... Ésa sería la prueba de la verdad (más bien un exceso, dijo), y ya verían cuántos Rolland o Aragon aún enarbolarían la bandera de Stalin en un restaurante de París.»