«Intenté imaginar mi vida sin el compromiso total, en cuerpo y alma, con la aventura del comunismo. Por aquel entonces, en 1960, se había apagado ya el fuego de mi primer fervor. No esperaba ya nada realmente creativo de la práctica del marxismo, ni aun depurado con mis desviaciones personales, todavía íntimas. Incluso la clandestinidad española, fraternal y pródiga en riquezas emocionales, dejaba trasluzir sus defectos de ritual y de rutina. Así y todo, no alcanzaba a imaginar mi vida pasada sin ese compromiso total. Sin él, hubiera sido más cómoda, desde luego. Pero tal vez había sido necesaria toda esa locura, esa enajenación de uno mismo, esa exaltación, ese sabor amargo de un vínculo trascendente, esa ilusión por el futuro, ese sueño obstinado, esa racionalidad suntuosa pero contraria a todas las razones razonadoras y razonables, todo ese odio, ese amor, ese cariño a los compañeros desconocidos de la larga marcha interminable, esos retazos de cantos, de poemas, de consignas lanzadas a la faz del mundo como una llamada de esperanza o de angustia, ese sufrimiento bajo la tortura y el orgullo de haber resistido a ella: tal vez había sido necesario todo eso para conferir a mi vida una oscura y rutilante coherencia. Tal vez sin esa locura me habría dispersado en pequeñas desdichas e ínfimas dichas privadas, en la provisionalidad de una larga serie de días que hubieran acabado por crearme una vida.»